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He naufragado en un mar de recuerdos.

Ante el futuro incierto, busco en el presente
al que soy. Hoy ya no es ayer.
G.D.

Estar ROTO DE AMOR, duele.

G.D.

lunes, 22 de junio de 2009

Diálogo, fragmento y relato...un ejercicio de taller.


El abanico



Cuando lo vio, no pudo creerlo. Ella se lo había anticipado: “el día que muera tu madre, tiro todo”.
“Basta de adornos rococó, opalinas inútiles y abanicos manchados”; eso lo escuché yo (doy fe), un día en que los crucé a la salida del súper.
Al verme, Elda, se calló. Juan, en cambio, le contestó: “ya lo decidiremos”.
-Hola chicos, les dije.
-Hola, Ricardo, ¿cómo estás?, me saludaron ambos.
-Bien, a las corridas, les solté con una sonrisa. ¿Mañana es la reunión de consorcio?, pregunté.
-Sí, nos vemos, sentenciaron rápidamente.


Por unos días, dejé de verlos, y aquel viernes, el de la reunión, no aparecieron. Ahí me enteré que Dora estaba internada. Su hijo y la nuera la cuidaban turnándose, en la clínica.
-¿Se agravó?, pregunté.
-Sí, la internaron a la noche, eran casi las once cuando llegó la ambulancia.
“Las expensas aumentaron”, escuché. “Se debe a que se calcularon los gastos extraordinarios”, aclaró el administrador.
-Bueno, deme la de Juan Toledo, por favor, que yo se la alcanzo, me ofrecí.


El sábado, al medio día, decidí subir hasta el tercer piso. Golpeé suavemente. Me atendió Juan, en pijama, semi dormido.
-Estoy destruido, largo casi sin voz.
-Me imagino. ¿Cómo está tu vieja?, le dije mientras dejaba sobre la mesa las expensas.
-Mal, muy jodida.
-¿Y Elda?.
-Insoportable, es una turra…
-¡Qué hija de...!.
-Es una perra, no tiene paz…
-¿Y tu hermano?
-No existe.
-¿Qué vas a hacer?.
-Esperar. Es cuestión de días.


El martes, mi mujer me llamó al taller. Me dijo que Dora había muerto y que no la velaban. La cremarían el miércoles, por la tarde.
Lo llamé a Juan al celular y lo saludé. Somos amigos desde el secundario y vecinos desde hace tres años.


No fui a la ceremonia del miércoles porque era demasiado íntima y, francamente, Elda estaba muy acelerada. La vi esa mañana, en el ascensor, y no paró de hablar de su suegra, de quejarse y decir “se terminó, ya era hora”.


Ellos no tenían hijos. El departamento que ocupaban era propiedad de Dora. Y como el hermano no contaba, no participaba tampoco de ningún asunto. Era un solterón, bohemio, con algo de plata y que, según Juan, “no reclamaría nada”.
Esto me lo decía siempre Juan, en especial cuando trotábamos en el poli. Allí surgía -una y otra vez- el tema de su madre, la relación con Elda y lo insufrible que resultaba para él esa convivencia.


A Juan lo pude abrazar recién el sábado. Lo invité a tomar un café fuera del edificio, y lo dejé hablar hasta el cansancio. Su catarsis fue total. El adoraba a su madre, pese a las permanentes discusiones con Elda y lo puntillosa y asfixiante que era.
…pero, es (era) una buena persona. Elda no la soportaba. Además, estamos en su casa, concluyó sin haber probado su cortado.
-¿Sabés qué quiere hacer ahora, la loca?, agregó con una mirada triste y veloz.
-Tirar todo lo de la vieja.
-Donalo antes; vendelo, le dije.
-Sí, dame unos días, no puedo hacerlo ya. Yo la comprendo a Elda. Es verdad que el departamento parece un museo, pero cómo le iba a borrar todos los recuerdos a mamá…
-Seguro, esperá unos días y despejá los ambientes; les va a venir bien a los dos…ustedes, ahora, tienen que mejorar el vínculo…


El lunes por la noche, al volver del taller, en la esquina de Elizalde y Gazeta de Buenos Aires, frente al edificio, vi uno de los abanicos de Dora, tirado.
Los gritos, llegaban hasta el palier. Mientras cerraba la puerta, escuché en la voz de Juan: “¿cómo pudiste deshacerte de todo, Elda?”.
“Te lo dije, Juan, esto no es un museo”, respondía ella.


® GUSTAVO D´ORAZIO – Junio 2009

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